Título: Avenida Desesperación
Páginas: 84 págs. Tapa blanda Editorial: CreateSpace Sinospsis: “Siempre persistirá en mi mente el sonido de las hojas muertas crujir bajo mis pies y aquella brizna de aire tibio que acarició mi rostro como manos invisibles. Caminé unos pasos y, simplemente, caí al suelo sin vida”. Este bien podría ser el final de una novela, pero en Avenida Desesperación, solo es el inicio. Con su fallecimiento, el protagonista queda atrapado en una especie de umbral, en algún lugar entre vivos y muertos. Su travesía lo conduce a su antiguo lugar de residencia y a reencontrarse con la que alguna vez fue su familia. Será entonces cuando comprenda lo mucho que ha cambiado y el grave peligro que la acecha. |
CAPÍTULO 1
- Hojas de otoño -
- Hojas de otoño -
No sé cómo sucedió.
Como comprenderás, es un asunto en el que he pensado mucho, pero a día de hoy, continúo sin comprender los motivos o razones que dieron lugar a tan fatídico desenlace.
Era una tarde de otoño y me encontraba a las ocho de la tarde paseando a mi perrita Luna, una pastor alemán de tres años. Recuerdo que las primeras sombras del ocaso comenzaban a proyectarse por entre los árboles del parque municipal y, por supuesto, también recuerdo el manto de hojas marchitas que lo recubrían como una inmensa alfombra marrón. Luna trotaba a mi lado, jadeante, balanceando el rabo de izquierda a derecha con movimientos acompasados. Nos dirigíamos de vuelta a casa.
Siempre persistirá en mi mente el sonido de las hojas muertas crujir bajo mis pies y aquella brizna de aire tibio que acarició mi rostro como manos invisibles.
Caminé unos pasos y, simplemente, caí al suelo sin vida. Contemplé como Luna lamía mi mano y, poco después, mi rostro. Escuché el grito de una mujer al ver mi cuerpo y observé la congregación de personas que se arracimaron en torno a Luna y a mí. Finalmente, vi cómo una ambulancia llegó al parque municipal, cómo los médicos pedían a la muchedumbre que se apartara y cómo el médico rompía mi jersey a cuadros, auscultaba mi corazón e intentaba reanimarme con el desfibrilador.
Todo en vano.
Comprendí que estaba muerto y que no había vuelta atrás cuando los médicos anotaron la hora de la defunción en una hoja para después introducir mi cadáver en una bolsa amarilla que cerraron con cremallera. A Luna se la llevó un policía, tal vez con la intención de entregársela a algún familiar.
El agente tuvo que arrastrarla. No quería irse. Mi perra comenzó a ladrar en dirección a la ambulancia, sin comprender qué sucedía.
Poco después, la gente fue dispersándose y, transcurrida media hora, el parque estaba vacío. Yo permanecía inmóvil junto al lugar en el que había fallecido, arropado por las sombras de la noche.
-¿Qué ha pasado? -Fue lo primero que me pregunté-. ¿Y qué se supone que soy ahora? ¿Una especie de espíritu?
Alcé mis manos y contemplé los arbustos a través de mi piel. Me agaché e intenté coger una hoja del suelo, pero no pude. Mis manos se hundieron en el humus sin tocar nada.
-¿Y qué hago ahora?
Tal vez en búsqueda de respuestas, comencé a caminar, acompañado de un horrible silencio. Ya no escuchaba el crujido de las hojas bajo mis pies.
Como comprenderás, es un asunto en el que he pensado mucho, pero a día de hoy, continúo sin comprender los motivos o razones que dieron lugar a tan fatídico desenlace.
Era una tarde de otoño y me encontraba a las ocho de la tarde paseando a mi perrita Luna, una pastor alemán de tres años. Recuerdo que las primeras sombras del ocaso comenzaban a proyectarse por entre los árboles del parque municipal y, por supuesto, también recuerdo el manto de hojas marchitas que lo recubrían como una inmensa alfombra marrón. Luna trotaba a mi lado, jadeante, balanceando el rabo de izquierda a derecha con movimientos acompasados. Nos dirigíamos de vuelta a casa.
Siempre persistirá en mi mente el sonido de las hojas muertas crujir bajo mis pies y aquella brizna de aire tibio que acarició mi rostro como manos invisibles.
Caminé unos pasos y, simplemente, caí al suelo sin vida. Contemplé como Luna lamía mi mano y, poco después, mi rostro. Escuché el grito de una mujer al ver mi cuerpo y observé la congregación de personas que se arracimaron en torno a Luna y a mí. Finalmente, vi cómo una ambulancia llegó al parque municipal, cómo los médicos pedían a la muchedumbre que se apartara y cómo el médico rompía mi jersey a cuadros, auscultaba mi corazón e intentaba reanimarme con el desfibrilador.
Todo en vano.
Comprendí que estaba muerto y que no había vuelta atrás cuando los médicos anotaron la hora de la defunción en una hoja para después introducir mi cadáver en una bolsa amarilla que cerraron con cremallera. A Luna se la llevó un policía, tal vez con la intención de entregársela a algún familiar.
El agente tuvo que arrastrarla. No quería irse. Mi perra comenzó a ladrar en dirección a la ambulancia, sin comprender qué sucedía.
Poco después, la gente fue dispersándose y, transcurrida media hora, el parque estaba vacío. Yo permanecía inmóvil junto al lugar en el que había fallecido, arropado por las sombras de la noche.
-¿Qué ha pasado? -Fue lo primero que me pregunté-. ¿Y qué se supone que soy ahora? ¿Una especie de espíritu?
Alcé mis manos y contemplé los arbustos a través de mi piel. Me agaché e intenté coger una hoja del suelo, pero no pude. Mis manos se hundieron en el humus sin tocar nada.
-¿Y qué hago ahora?
Tal vez en búsqueda de respuestas, comencé a caminar, acompañado de un horrible silencio. Ya no escuchaba el crujido de las hojas bajo mis pies.