Título: MainCastle . La leyenda del Caballero Blanco
Páginas: 304 págs. Tapa blanda Editorial: CreateSpace Sinopsis: MainCastle, año 1319. “Una densa capa de nubarrones amenaza con ocultar la luna que ilumina la ciudad con tonos escarlatas. Las casas duermen en silencio. De todas las viviendas, hay tan sólo una cuyo interior continúa iluminado. Una que se resiste a caer en el sueño, que permanece despierta pese a lo avanzado de la noche…” Desde lo más alto de su castillo, el Conde Joseph ejerce su ilimitado poder. ¿Quién pondrá fin a esta pesadilla? Libro juvenil de aventuras y suspense.Una novela ambientada en la Edad Media. |
PREFACIO
La ciudad de MainCastle estaba abarrotada.
Los puestos de ventas se perdían a la lejanía, envueltos en un mar de cabezas. Hombres, mujeres y niños llenaban la Plaza Mayor, apretujados unos contra otros, empujándose por hacerse sitio y ser los primeros en llegar a los tenderetes.
-¡Compren hogazas recién hechas! –voceaba una mujer, sacando del horno un pan humeante.
A los niños, la sola visión de semejante manjar les hacía la boca agua.
-Madre –dijo un pequeño, tirando del vestido a una mujer de cabello ondulado-, ¿qué es eso?
La mujer lo miró y sus labios se contrajeron con tristeza.
-Será mejor que nos vayamos de aquí -dio por toda explicación.
Juglares, enanos y malabaristas también hacían sus peripecias para captar la atención de la gente.
Un hombre cogió seis pelotas, tres en cada mano, y las lanzó al aire. Los que lo vieron quedaron impactados ante aquel espectáculo de color y movimiento.
-¡Hala! –exclamó una niña, con la boca abierta-. ¿Has visto eso?
Las bolas parecían chocar entre sí y, en cualquier momento, desparramarse hasta el suelo. Pero no lo hicieron, continuaron surcando los aires y sorprendiendo a los que por allí pasaban.
Al lado del malabarista, unos enanos simulaban un duelo a muerte, luchando con sus espadas de madera. Al ver a los hombrecitos y sus torpes movimientos, la gente reía y aplaudía, animando a tan divertido espectáculo.
Un poco más lejos, un trovador llamaba a todo aquél que quisiera escucharlo.
-Señoras y señores –decía con voz potente-, os contaré una historia de amor y mentiras, de miedos y verdades –cogió un flautín tallado en madera y lo sopló, sacando delicadas notas-. Vengan señores y escucharán cómo un valiente guerrero arriesgó su vida por amor.
Las chicas más jóvenes se sentaron en rededor al trovador, expectantes, con los ojos abiertos como cuencos. ¿Quién sería aquel valiente guerrero?
Poco a poco, el círculo fue creciendo hasta más de un centenar.
El trovador sonrió, feliz por el público congregado.
-Escuchad con atención –empezó, abriendo los brazos-. Pues se trata de una historia real. Sucedió hará unos cuantos años…
Los puestos de ventas se perdían a la lejanía, envueltos en un mar de cabezas. Hombres, mujeres y niños llenaban la Plaza Mayor, apretujados unos contra otros, empujándose por hacerse sitio y ser los primeros en llegar a los tenderetes.
-¡Compren hogazas recién hechas! –voceaba una mujer, sacando del horno un pan humeante.
A los niños, la sola visión de semejante manjar les hacía la boca agua.
-Madre –dijo un pequeño, tirando del vestido a una mujer de cabello ondulado-, ¿qué es eso?
La mujer lo miró y sus labios se contrajeron con tristeza.
-Será mejor que nos vayamos de aquí -dio por toda explicación.
Juglares, enanos y malabaristas también hacían sus peripecias para captar la atención de la gente.
Un hombre cogió seis pelotas, tres en cada mano, y las lanzó al aire. Los que lo vieron quedaron impactados ante aquel espectáculo de color y movimiento.
-¡Hala! –exclamó una niña, con la boca abierta-. ¿Has visto eso?
Las bolas parecían chocar entre sí y, en cualquier momento, desparramarse hasta el suelo. Pero no lo hicieron, continuaron surcando los aires y sorprendiendo a los que por allí pasaban.
Al lado del malabarista, unos enanos simulaban un duelo a muerte, luchando con sus espadas de madera. Al ver a los hombrecitos y sus torpes movimientos, la gente reía y aplaudía, animando a tan divertido espectáculo.
Un poco más lejos, un trovador llamaba a todo aquél que quisiera escucharlo.
-Señoras y señores –decía con voz potente-, os contaré una historia de amor y mentiras, de miedos y verdades –cogió un flautín tallado en madera y lo sopló, sacando delicadas notas-. Vengan señores y escucharán cómo un valiente guerrero arriesgó su vida por amor.
Las chicas más jóvenes se sentaron en rededor al trovador, expectantes, con los ojos abiertos como cuencos. ¿Quién sería aquel valiente guerrero?
Poco a poco, el círculo fue creciendo hasta más de un centenar.
El trovador sonrió, feliz por el público congregado.
-Escuchad con atención –empezó, abriendo los brazos-. Pues se trata de una historia real. Sucedió hará unos cuantos años…
PRIMERA PARTE (1319)
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 1
Robert y su familia habían pasado malas rachas, pero ninguna como la de las últimas semanas.
-Madre, tengo hambre –se quejó Martha, la pequeña de cinco años.
Martha acercó sus manitas a la hoguera y se las frotó, intentando entrar en calor. Las llamas salpicaron su cara y en sus ojos reverberaron fulgores anaranjados.
-Espera un momento. –Sara asió una cuchara de madera y la hundió en la sopa. Ésta hervía en una olla, al calor de la lumbre.
-Tendremos que esperar. ¡Aún le falta! –dijo, tras humedecer sus labios en el líquido.
Martha quedó visiblemente decepcionada, pues las tripas le rugían y el olor que desprendía aquella olla era embriagador.
Mientras tanto, William se entretenía en despellejar un conejo que aquella mañana había matado con una piedra. William era el hermano de Martha y rondaba los 13 años. Tenía la tez morena, facciones armoniosas y ojos castaños.
-¿Cuándo llegaremos a MainCastle? –preguntó, sin apartar la vista del conejo.
-Hijo, eso dependerá de la lluvia. –Robert atisbó el cielo.
A pesar de la poca visibilidad, se podían ver espesos nubarrones grisáceos que tornaban la noche a un color metálico.
-Con un poco de suerte, quizás en un par de días lleguemos a la ciudad –auguró Robert, sonriente-. Allí venderemos toda la mercancía.
-¡Eso sería genial!
Robert era tendero y, junto a su familia, pululaban de aquí para allá, ofreciendo cacharros que alguien quisiera comprar. A menudo, se veía obligado a intercambiarlos por pan o algo que comer.
Cuando llegaban a las ciudades, montaban su puesto de venta. En él ofrecían alambres, metal, herramientas de trabajo para carpinteros y albañiles, confecciones de cuero que Sara hacía e incluso sombreros de paja que Robert, en sus ratos libres, elaboraba.
Al cabo de unos minutos, tal y como indicaba su aroma, la sopa estaba lista.
Sara la sirvió en unos cuencos de madera y todos, en especial Martha, la absorbieron con avidez. A la pequeña le hubiera gustado pedir más, le habría dicho a su madre que su hambre no podía saciarse con tan poco y que sus tripas rugían como las de un león. Sin embargo, no lo hizo.
A pesar de sus cinco años, Martha sabía muy bien que no había más sopa y que la comida escaseaba como para malgastarla en un atracón caprichoso. Así que todos fingieron que aquella sopa los había llenado y que no habrían tomado un sorbo más ni a la fuerza.
Tras dar las gracias a Sara por aquella deliciosa cena, se arracimaron junto al fuego e intentaron conciliar el sueño.
-Descansad bien –dijo Sara, tapándose con una manta hasta la barbilla-, pues mañana será un día muy largo.
La noche era fría y un gélido viento hizo tiritar los huesos de Martha. La pequeña no tardó en acostarse junto a su madre para que le diera calor.
Robert pudo sentir cómo su familia fue cayendo en un profundo sueño: primero Sara, luego Martha y, por último, William. Su respiración fue haciéndose cada vez más suave y monótona hasta quedar reducida a leves suspiros.
Robert no podía dormir. Por más que lo intentaba, le era imposible dejar la mente en blanco y abandonarse al sueño.
De repente, una ráfaga de aire arañó las hojas de los árboles. Éstas se deslizaron hacia el suelo, balanceándose. Al llegar a tierra, se posaban con delicadeza, como si no quisieran despertarlos.
Una fue a parar a la frente de Robert. La cogió y la contempló, era una hoja marrón y marchita.
-Se acerca el invierno. Es demasiado peligroso permanecer en el bosque -pensó.
El enmarañado bosque en el que se encontraban tenía fama por los lobos que en él habitaban. Los habitantes que vivían cerca contaban que habían presenciado horrorosas carnicerías a manos de estos animales. Se decía que las manadas perseguían durante días a quienes se aventuraban en su interior.
Robert imaginó la suerte que correrían si alguno de aquellos cruentos diablos les atacara.
Se sobresaltó empapado en un sudor frío que recorría su espalda.
Aquella idea no le dejaba dormir. Se incorporó y vio los rostros de Martha, Sara y William, iluminados al calor de la hoguera.
-Todos están bien –se tranquilizó.
Un silencio sepulcral se extendía en la noche. Sólo se oía el chisporrotear de la hoguera y las ráfagas de aire helado azotar las copas de los árboles.
A pesar de la acrecentada oscuridad, Robert no pudo evitar dar un paseo. Caminar era lo único que le ayudaba a dormir.
Así, Robert se puso en pie y miró al cielo: un siniestro manto de nubarrones se extendía hasta donde la vista alcanzaba.
-¡Debe de haber luna llena! –pensó. Sin embargo, Robert no alcanzó a divisarla, pues estaba arropada por las nubes.
A medida que caminaba, Robert se adentraba en el bosque. Las sombras se acentuaban, dibujaban siluetas alargadas, rostros humanos que parecían sonreírle y seres que sólo existen en las pesadillas.
Robert depositaba los pies con cuidado sobre la maleza, intentando pasar desapercibido y no llamar la atención de ningún animal.
De súbito, oyó algo que se movía tras él.
Temiéndose lo peor, se giró.
El corazón pareció salirse de su pecho.
No podía creer lo que veía.
-Madre, tengo hambre –se quejó Martha, la pequeña de cinco años.
Martha acercó sus manitas a la hoguera y se las frotó, intentando entrar en calor. Las llamas salpicaron su cara y en sus ojos reverberaron fulgores anaranjados.
-Espera un momento. –Sara asió una cuchara de madera y la hundió en la sopa. Ésta hervía en una olla, al calor de la lumbre.
-Tendremos que esperar. ¡Aún le falta! –dijo, tras humedecer sus labios en el líquido.
Martha quedó visiblemente decepcionada, pues las tripas le rugían y el olor que desprendía aquella olla era embriagador.
Mientras tanto, William se entretenía en despellejar un conejo que aquella mañana había matado con una piedra. William era el hermano de Martha y rondaba los 13 años. Tenía la tez morena, facciones armoniosas y ojos castaños.
-¿Cuándo llegaremos a MainCastle? –preguntó, sin apartar la vista del conejo.
-Hijo, eso dependerá de la lluvia. –Robert atisbó el cielo.
A pesar de la poca visibilidad, se podían ver espesos nubarrones grisáceos que tornaban la noche a un color metálico.
-Con un poco de suerte, quizás en un par de días lleguemos a la ciudad –auguró Robert, sonriente-. Allí venderemos toda la mercancía.
-¡Eso sería genial!
Robert era tendero y, junto a su familia, pululaban de aquí para allá, ofreciendo cacharros que alguien quisiera comprar. A menudo, se veía obligado a intercambiarlos por pan o algo que comer.
Cuando llegaban a las ciudades, montaban su puesto de venta. En él ofrecían alambres, metal, herramientas de trabajo para carpinteros y albañiles, confecciones de cuero que Sara hacía e incluso sombreros de paja que Robert, en sus ratos libres, elaboraba.
Al cabo de unos minutos, tal y como indicaba su aroma, la sopa estaba lista.
Sara la sirvió en unos cuencos de madera y todos, en especial Martha, la absorbieron con avidez. A la pequeña le hubiera gustado pedir más, le habría dicho a su madre que su hambre no podía saciarse con tan poco y que sus tripas rugían como las de un león. Sin embargo, no lo hizo.
A pesar de sus cinco años, Martha sabía muy bien que no había más sopa y que la comida escaseaba como para malgastarla en un atracón caprichoso. Así que todos fingieron que aquella sopa los había llenado y que no habrían tomado un sorbo más ni a la fuerza.
Tras dar las gracias a Sara por aquella deliciosa cena, se arracimaron junto al fuego e intentaron conciliar el sueño.
-Descansad bien –dijo Sara, tapándose con una manta hasta la barbilla-, pues mañana será un día muy largo.
La noche era fría y un gélido viento hizo tiritar los huesos de Martha. La pequeña no tardó en acostarse junto a su madre para que le diera calor.
Robert pudo sentir cómo su familia fue cayendo en un profundo sueño: primero Sara, luego Martha y, por último, William. Su respiración fue haciéndose cada vez más suave y monótona hasta quedar reducida a leves suspiros.
Robert no podía dormir. Por más que lo intentaba, le era imposible dejar la mente en blanco y abandonarse al sueño.
De repente, una ráfaga de aire arañó las hojas de los árboles. Éstas se deslizaron hacia el suelo, balanceándose. Al llegar a tierra, se posaban con delicadeza, como si no quisieran despertarlos.
Una fue a parar a la frente de Robert. La cogió y la contempló, era una hoja marrón y marchita.
-Se acerca el invierno. Es demasiado peligroso permanecer en el bosque -pensó.
El enmarañado bosque en el que se encontraban tenía fama por los lobos que en él habitaban. Los habitantes que vivían cerca contaban que habían presenciado horrorosas carnicerías a manos de estos animales. Se decía que las manadas perseguían durante días a quienes se aventuraban en su interior.
Robert imaginó la suerte que correrían si alguno de aquellos cruentos diablos les atacara.
Se sobresaltó empapado en un sudor frío que recorría su espalda.
Aquella idea no le dejaba dormir. Se incorporó y vio los rostros de Martha, Sara y William, iluminados al calor de la hoguera.
-Todos están bien –se tranquilizó.
Un silencio sepulcral se extendía en la noche. Sólo se oía el chisporrotear de la hoguera y las ráfagas de aire helado azotar las copas de los árboles.
A pesar de la acrecentada oscuridad, Robert no pudo evitar dar un paseo. Caminar era lo único que le ayudaba a dormir.
Así, Robert se puso en pie y miró al cielo: un siniestro manto de nubarrones se extendía hasta donde la vista alcanzaba.
-¡Debe de haber luna llena! –pensó. Sin embargo, Robert no alcanzó a divisarla, pues estaba arropada por las nubes.
A medida que caminaba, Robert se adentraba en el bosque. Las sombras se acentuaban, dibujaban siluetas alargadas, rostros humanos que parecían sonreírle y seres que sólo existen en las pesadillas.
Robert depositaba los pies con cuidado sobre la maleza, intentando pasar desapercibido y no llamar la atención de ningún animal.
De súbito, oyó algo que se movía tras él.
Temiéndose lo peor, se giró.
El corazón pareció salirse de su pecho.
No podía creer lo que veía.
FINAL DEL FRAGMENTO
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