Libro infantil
Libro para niños - A partir de 9 años
SINOPSIS:
Luis es un niño de nueve años. Cursa 4.º de Educación Primaria y su pupitre de clase es único en el universo (no en vano lo denomina pupitre “luisúnico”). En el mundo hay muchas cosas que le gustan, como por ejemplo los videojuegos y los cómics… aunque también hay muchas otras que detesta profundamente, tales como los fantasmas, los perros rabiosos y (¡sobre todo!) a Pedro y su pandilla. Luis, con el paso de los años, ha aprendido a esconderse y a huir de todo aquello que teme hasta que, a causa de un fortuito cómic que llega a sus manos, decide enfrentarse a sus miedos y convertirse en Superluis. |
Un libro para niños y un gran recurso educativo para madres y padres, pedagogos, maestros y psicólogos. Diseñado para ampliar el vocabulario y trabajar la autoestima y la inteligencia intrapersonal.
Capítulo 1
-Un pupitre “luisúnico”-
-Un pupitre “luisúnico”-
El pupitre de Luis era único en el mundo. De hecho, estoy convencido de que sabrías reconocerlo nada más verlo. La madera de su superficie estaba sucia, llena de arañazos, de ininteligibles jeroglíficos escritos con bolígrafo y, por lo general, de restos de goma. Aquel pupitre era el culpable de que Elisa, su maestra, le echara alguna que otra regañina.
-¡Pero Luis, por favor! –solía decirle-. ¿Has visto qué desastre de mesa tienes?
Y después de aquello, para colmo, siempre comparaba la suya con la mesa de Inés, quien (¡para su desdicha!) parecía tener algún tipo de obstinada e insana relación con la limpieza y la pulcritud.
-¡Mira a tu compañera! –continuaba diciéndole su maestra mientras que Inés se erguía con la satisfacción de convertirse, una vez más, en el foco de atención de toda la clase-. ¡Fíjate que maravilla! ¡A ver si aprendes de ella!
Después de aquello, Luis siempre se mordía la lengua, pues sabía que replicar a su maestra Elisa traía como consecuencia una nota en la agenda y, además, un punto rojo en el panel de comportamiento, donde estaría visible durante todo el mes. No obstante, Luis se sentía muy orgulloso de su pupitre... ¡Es más, lo consideraba una auténtica obra de arte! ¿Se había fijado, acaso, su maestra en lo bien que había pintado aquel ciervo? ¿Tenía acaso la menor idea de las clases que había tenido que invertir para hacerlo? ¿Sabía su maestra el esfuerzo que suponía hacer semejante animal (con sus cuernos y todo) sin que nadie lo pillara con las manos en la masa? Es más, ¿qué mérito tenía la mesa de Inés, siempre tan impoluta, como recién salida de fábrica? ¿Acaso había depositado ella un ápice de la creatividad e imaginación que él había empleado para “personalizar” la suya?
Sea como fuere, Luis apartó esos pensamientos de su mente, pues era viernes y eso significaba que podría disfrutar de un largo, cómodo (¡y seguro!) fin de semana en casa, donde con un poco de suerte desayunaría chocolate con churros y jugaría largo y tendido a sus videojuegos favoritos.
Luis echó un vistazo al reloj que presidía su clase de cuarto curso de Educación Primaria. Faltaban apenas un par de minutos para las dos del mediodía... y eso sólo podía significar que el peligro se acercaba a él de forma inminente.
Con tan sólo pensarlo, los ojos de Luis se abrieron como platos y sintió cómo su corazón comenzaba a golpearle el pecho con fuerza. Sin embargo, fue cuando la sirena del colegio sonó y, sobre todo, cuando su maestra Elisa dijo “Venga, chicos, recoged. ¡Que paséis un buen fin de semana!” cuando Luis realmente creyó que el mundo entero se le venía abajo.
-¡Pero Luis, por favor! –solía decirle-. ¿Has visto qué desastre de mesa tienes?
Y después de aquello, para colmo, siempre comparaba la suya con la mesa de Inés, quien (¡para su desdicha!) parecía tener algún tipo de obstinada e insana relación con la limpieza y la pulcritud.
-¡Mira a tu compañera! –continuaba diciéndole su maestra mientras que Inés se erguía con la satisfacción de convertirse, una vez más, en el foco de atención de toda la clase-. ¡Fíjate que maravilla! ¡A ver si aprendes de ella!
Después de aquello, Luis siempre se mordía la lengua, pues sabía que replicar a su maestra Elisa traía como consecuencia una nota en la agenda y, además, un punto rojo en el panel de comportamiento, donde estaría visible durante todo el mes. No obstante, Luis se sentía muy orgulloso de su pupitre... ¡Es más, lo consideraba una auténtica obra de arte! ¿Se había fijado, acaso, su maestra en lo bien que había pintado aquel ciervo? ¿Tenía acaso la menor idea de las clases que había tenido que invertir para hacerlo? ¿Sabía su maestra el esfuerzo que suponía hacer semejante animal (con sus cuernos y todo) sin que nadie lo pillara con las manos en la masa? Es más, ¿qué mérito tenía la mesa de Inés, siempre tan impoluta, como recién salida de fábrica? ¿Acaso había depositado ella un ápice de la creatividad e imaginación que él había empleado para “personalizar” la suya?
Sea como fuere, Luis apartó esos pensamientos de su mente, pues era viernes y eso significaba que podría disfrutar de un largo, cómodo (¡y seguro!) fin de semana en casa, donde con un poco de suerte desayunaría chocolate con churros y jugaría largo y tendido a sus videojuegos favoritos.
Luis echó un vistazo al reloj que presidía su clase de cuarto curso de Educación Primaria. Faltaban apenas un par de minutos para las dos del mediodía... y eso sólo podía significar que el peligro se acercaba a él de forma inminente.
Con tan sólo pensarlo, los ojos de Luis se abrieron como platos y sintió cómo su corazón comenzaba a golpearle el pecho con fuerza. Sin embargo, fue cuando la sirena del colegio sonó y, sobre todo, cuando su maestra Elisa dijo “Venga, chicos, recoged. ¡Que paséis un buen fin de semana!” cuando Luis realmente creyó que el mundo entero se le venía abajo.