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Título: ¡El truco está en el pico!
Páginas: 54 págs. Tapa blanda Libro infantil. A partir de 8 años Editorial: CreateSpace Sinopsis: Alberto es un gorrión muy peculiar. Todos los días pasa horas y horas atusando y acicalando sus plumas con esmero hasta quedar resplandeciente. Para Alberto, tener siempre un aspecto perfecto es lo más importante. Su fama es tal, que pájaros de todas las especies y rincones del planeta acuden a su secuoya-academia para recibir clases de limpieza. Pero algo perturba su tranquilidad. Una mañana, al despertar, Alberto comprueba cómo ha sido víctima de un terrible robo… |
CAPÍTULO 1
-Maestro Alberto-
-Maestro Alberto-
Alberto era un gorrión común. A simple vista, parecía bastante normal: era pequeño como todos los de su especie, con las patas cortas y el pico grueso y fuerte. Su plumaje también era de lo más habitual: pardo y salteado de manchas negras y rojas.
Podrías pensar que Alberto era un gorrión como otro cualquiera y que no tenía nada que lo hiciera destacar sobre ningún pájaro. Sin embargo, si te fijaras bien en él, no tardarías en comprender que era único en el mundo.
Lo que lo hacía tan especial era su perfección. Alberto invertía casi todo su tiempo libre (y un gorrión suele tener bastante tiempo libre) en atusarse las plumas. Se las acicalaba con su pico meticulosamente, se las peinaba y repeinaba durante horas hasta quedar impecable. Tenía las plumas tan limpias que parecía siempre como recién salido de la lavadora. Por eso, cuando Alberto se subía a una rama a tomar el sol, los rayos reverberaban en su plumaje y parecía desprender luz propia.
Todos los pájaros lo admiraban por ello y aves de todas las especies y rincones del planeta viajaban desde muy lejos solo para ver lo limpio que estaba.
Podrías pensar que Alberto era un gorrión como otro cualquiera y que no tenía nada que lo hiciera destacar sobre ningún pájaro. Sin embargo, si te fijaras bien en él, no tardarías en comprender que era único en el mundo.
Lo que lo hacía tan especial era su perfección. Alberto invertía casi todo su tiempo libre (y un gorrión suele tener bastante tiempo libre) en atusarse las plumas. Se las acicalaba con su pico meticulosamente, se las peinaba y repeinaba durante horas hasta quedar impecable. Tenía las plumas tan limpias que parecía siempre como recién salido de la lavadora. Por eso, cuando Alberto se subía a una rama a tomar el sol, los rayos reverberaban en su plumaje y parecía desprender luz propia.
Todos los pájaros lo admiraban por ello y aves de todas las especies y rincones del planeta viajaban desde muy lejos solo para ver lo limpio que estaba.
—El truco está en el pico –les explicaba en sus clases—. Tenéis que levantar las alas así y daros picotazos pequeños por las plumas...
Sus explicaciones siempre iban acompañadas de ejemplos prácticos y los pájaros trataban de imitarlo.
Aquella mañana había más de 300 alumnos, entre ellos un cuervo, tres papagayos, 12 loros amazónicos, 37 gaviotas, un flamenco y nueve águilas reales.
—Maestro Alberto, ¿lo hago bien? –graznó el cuervo.
Alberto, con las plumas a la espalda, se acercó y lo observó con atención.
—Sí, tienes la idea, Cuervo, pero es mucho más fácil... Solo imagínate que tu pico es un cepillo y que te estás peinando.
El cuervo lo volvió a intentar.
—¿Mejor ahora, Maestro Alberto?
—Sí –convino Alberto, tras vacilar unos segundos—, pero el movimiento ha de ser más fluido, más natural.
Los pájaros agradecían sus lecciones con regalos. Tras finalizar la clase, el cuervo le ofreció unos jugosos gusanos y las águilas, unas hojas de menta traídas desde las montañas nevadas. Las gaviotas le dieron unos peces y el resto lo honró con granos de trigo, trozos de maíz o incluso con crujientes galletas.
Sus explicaciones siempre iban acompañadas de ejemplos prácticos y los pájaros trataban de imitarlo.
Aquella mañana había más de 300 alumnos, entre ellos un cuervo, tres papagayos, 12 loros amazónicos, 37 gaviotas, un flamenco y nueve águilas reales.
—Maestro Alberto, ¿lo hago bien? –graznó el cuervo.
Alberto, con las plumas a la espalda, se acercó y lo observó con atención.
—Sí, tienes la idea, Cuervo, pero es mucho más fácil... Solo imagínate que tu pico es un cepillo y que te estás peinando.
El cuervo lo volvió a intentar.
—¿Mejor ahora, Maestro Alberto?
—Sí –convino Alberto, tras vacilar unos segundos—, pero el movimiento ha de ser más fluido, más natural.
Los pájaros agradecían sus lecciones con regalos. Tras finalizar la clase, el cuervo le ofreció unos jugosos gusanos y las águilas, unas hojas de menta traídas desde las montañas nevadas. Las gaviotas le dieron unos peces y el resto lo honró con granos de trigo, trozos de maíz o incluso con crujientes galletas.
Alberto ayudaba a los pájaros a estar siempre limpios. El suyo era un trabajo muy importante y en el bosque lo conocían como Maestro Alberto. Daba sus clases en la copa de una enorme secuoya. Los lunes daba clases de iniciación, los miércoles, clases de nivel intermedio y los viernes, clases de limpieza avanzada. Para asistir a una clase de limpieza avanzada había una lista de espera de más de nueve meses.
Alberto adoraba la enseñanza. Transmitir sus conocimientos se le daba genial y disfrutaba enseñando a sus alumnos. Su lema era “Plumas limpias, cabeza limpia”.
Aquellas eran las palabras mágicas. Sus clases daban inicio con “Plumas limpias, cabeza limpia” y llegaban a su término con “Plumas limpias, cabeza limpia”. Todos sus alumnos recitaban el lema con solemnidad, agachando las cabezas con respeto hacia su maestro.
—Y recordad –les decía Alberto, antes de despedirse—, el truco está en el pico.
Después de aquello, sus alumnos siempre le pedían lo mismo.
—Por favor, Maestro Alberto –le suplicó una gaviota—, ¿podría enseñarnos una última vez sus plumas?
—Sí, sí –insistieron los papagayos—, muéstrenos sus plumas, Maestro.
Alberto sonrió.
—Está bien... ¡Mirad!
Al abrir las alas, los pájaros quedaron repentinamente cegados por semejante belleza. Eran, con diferencia, las plumas más limpias, más perfectas y más cuidadas que jamás se hubieran visto.
—¡Ooooooooooooooooooooooohhhhhhhhhhhh! –exclamó la multitud.
Alberto adoraba la enseñanza. Transmitir sus conocimientos se le daba genial y disfrutaba enseñando a sus alumnos. Su lema era “Plumas limpias, cabeza limpia”.
Aquellas eran las palabras mágicas. Sus clases daban inicio con “Plumas limpias, cabeza limpia” y llegaban a su término con “Plumas limpias, cabeza limpia”. Todos sus alumnos recitaban el lema con solemnidad, agachando las cabezas con respeto hacia su maestro.
—Y recordad –les decía Alberto, antes de despedirse—, el truco está en el pico.
Después de aquello, sus alumnos siempre le pedían lo mismo.
—Por favor, Maestro Alberto –le suplicó una gaviota—, ¿podría enseñarnos una última vez sus plumas?
—Sí, sí –insistieron los papagayos—, muéstrenos sus plumas, Maestro.
Alberto sonrió.
—Está bien... ¡Mirad!
Al abrir las alas, los pájaros quedaron repentinamente cegados por semejante belleza. Eran, con diferencia, las plumas más limpias, más perfectas y más cuidadas que jamás se hubieran visto.
—¡Ooooooooooooooooooooooohhhhhhhhhhhh! –exclamó la multitud.
FINAL DEL FRAGMENTO