Título: Margarita saltarina (o cómo una cama elástica y una lechuga pueden atraer a un ogro)
Páginas: 72 págs. Tapa blanda Edad recomendada: a partir de 8 años Editorial: CreateSpace Sinopsis: Margarita tiene ocho años y es una saltadora profesional. Puede estar horas y horas saltando en el colchón de su cama, aunque no hay nada mejor que una buena cama elástica. Por eso, y para amenizar las largas vacaciones de verano, sus padres la obsequian con una maravillosa sorpresa… Margarita la cuida con cariño y la vigila desde la ventana de su habitación. Pero una noche, al mirar al jardín, descubre a un misterioso visitante acechando su nueva posesión. Margarita no tardará en comprender que se trata de alguien muy especial. LIBRO PLAGADO DE HUMOR Y ACCIÓN QUE ENSEÑA A LOS NIÑOS A NO JUZGAR POR EL FÍSICO NI LAS APARIENCIAS. FACILITA LA REFLEXIÓN SOBRE ESTEREOTIPOS Y PREJUICIOS |
CAPÍTULO 1
-Para Margarita-
-Para Margarita-
Margarita saltaba en su cama. Sus padres le compraron un colchón nuevo hacía unas pocas semanas y, cada vez que tenía oportunidad, aprovechaba para practicar.
A su madre aquello no le hacía ninguna gracia, pues ya habían comprado más de cuatro colchones en los últimos años, así que cada vez que la pillaba (y últimamente la pillaba muy a menudo), Margarita se llevaba una buena regañina.
-¿Pero otra vez?–le decía su madre, llevándose las manos a la cintura-, ¿En serio? Te he dicho mil veces que en la cama no se bota. La cama está para dormir. ¡Para nada más!
-Sí, mami –le contestaba, agachando la cabeza-. No lo volveré a hacer.
Pero por más que lo intentaba, le era imposible resistirse. Sencillamente, dar brincos en la cama era su pasión. Además, con los años había logrado depurar su técnica hasta el punto en que parecía una auténtica profesional. Cada día saltaba más y más alto. De hecho, una vez se golpeó en la cabeza con el techo.
Aquella noche, los padres de Margarita cenaban en la planta de abajo (o eso creía ella) así que podía entrenar con toda tranquilidad. Era imposible que la pillaran infraganti ya que tenía la puerta de su dormitorio abierta. Si subían a su habitación, escucharía sus pasos encaminarse escaleras arriba y le daría tiempo más que de sobra para acostarse, taparse con las sábanas y fingir que dormía plácidamente.
-Doscientos noventa y siete –decía en voz alta, contando los saltos que llevaba-, doscientos noventa y ocho...
Margarita acababa de cumplir ocho años, tenía el pelo pelirrojo y la piel blanca como la porcelana. Su cara quedaba salpicada por diminutas pecas, lo que a ella le encantaba, pues parecía que acabara de darse un atracón a pepitas de chocolate.
-Doscientos noventa y nueve... y ¡trescientos!
Margarita, exhausta, se dejó caer en la cama. No sabía el tiempo que llevaba saltando, pero tenía las plantas de los pies condolidas y el colchón nuevo comenzaba ya a gemir con cada rebote, como pidiendo a gritos un descanso.
Margarita hundió la cabeza en los almohadones y pensó en sus amigas y en sus compañeros de clase. Hacía solo unos días que no los veía, pero ya los echaba de menos. El colegio había terminado y ante ella se presentaban ahora unas largas vacaciones de verano.
Sus padres tenían una casa en la sierra, así que pasarían el verano allí. Por una parte, a Margarita le gustaba el bosque, pues adoraba salir a cazar gusanos, saltamontes, grillos y, con un poco de suerte, alguna que otra lagartija. Pero por otra parte, veranear en la sierra era un poco aburrido. Allí estaba muy sola; no tenía a Irene, ni a Vanesa, ni tan siquiera a su amigo Jerónimo para que le contara chistes.
-Pero tengo mi colchón –pensó, feliz-. Tengo un colchón nuevo para saltar.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Margarita se incorporó y vio a sus padres. Los dos la miraban bajo el marco de la puerta, sin dejar de sonreír.
Margarita no los había escuchado llegar... ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Y, lo más importante, ¿la habrían visto saltar?
-¡Hola hija! –la saludó su padre-. ¿Qué te parece tu nuevo colchón? ¿Es cómodo?
-Sí –contestó, nerviosa.
-Lo saben –pensó, sintiendo cómo el corazón le daba un vuelco-. Me han vuelto a pillar...
Su padre se llamaba Alfonso, y era alto y delgado como un palo. La verdad, no se parecía en nada a Margarita, pues ella era rubicunda y, para su desdicha, la más baja de toda la clase. Además, su padre usaba unas gafas tan pequeñas y redondas que parecían de juguete, mientras que las suyas eran enormes como manzanas.
Margarita miró a sus padres, cada vez más nerviosa. Ninguno decía nada. Simplemente la contemplaban en silencio, como si nunca antes la hubieran visto.
-Ven con nosotros –le dijo su madre, rompiendo por fin aquel silencio-. Hay algo que queremos enseñarte.
Margarita, preparada para recibir en cualquier momento un rapapolvo de su madre, de su padre o de los dos a la vez, los siguió por las escaleras. Al llegar a la planta baja, se dirigieron al jardín de la casa donde, para su asombro, la aguardaba un misterioso hallazgo.
-¿Pero qué es eso? –preguntó Margarita, anonadada.
En el centro había algo enorme. No sabía lo que era porque estaba oculto por una lona blanca, pero estaba segura de que era una sorpresa. Tenía un lustroso lazo rojo atado en la parte alta y una etiqueta que ponía PARA MARGARITA pegada en un lateral.
-¿Por qué no lo abres?
Margarita no lo dudó y echó a correr. Aquella cosa, fuera lo que fuese, era más grande que toda su habitación. Tenía forma de nave espacial... Sin poder aguantarlo más, Margarita tiró de la tela con todas sus fuerzas.
Lo que encontró fue mucho mejor que una nave espacial, mejor que un castillo hinchable y, desde luego, muchísimo mejor que un oso de peluche gigante. ¡Era una cama elástica! Y no una cama elástica cualquiera, era una SALTATÚ-8000, uno de los mejores modelos del mercado: tenía un trampolín, una red de seguridad y unas plataformas que elevaban la base casi un metro del suelo. Saltar en una SALTATÚ-8000 era lo más parecido a saltar en una nube.
Margarita abrió la boca. Quería gritar de alegría, abrazar a sus padres, decirles lo mucho que los quería... pero no pudo. Se había quedado paralizada. Aquella cama elástica era el sueño de su vida. Todas las noches, antes de ir a dormir, pensaba en camas elásticas y todas las mañanas, nada más abrir los ojos, imágenes de camas elásticas acudían a su mente. Es más, cuando estaba en clase (y más concretamente en clase de matemáticas), pensaba con frecuencia en camas elásticas.
Margarita cerró los ojos. Supo que a partir de ese momento todo sería diferente. Podría saltar mejor (¡y más alto!) que en su cama de dormir. Además, ahora no tendría que preocuparse de que sus padres le regañaran... ¡Podría practicar todo el día si quisiera! ¡Podría aprender incluso volteretas nuevas!
Margarita corrió hacia sus padres, los abrazó y, sin perder ni un segundo, se quitó las zapatillas. Rauda como el viento, se dirigió a su SALTATÚ-8000 y subió las escaleras que conducían a la plataforma elástica sin dejar de sonreír...
A su madre aquello no le hacía ninguna gracia, pues ya habían comprado más de cuatro colchones en los últimos años, así que cada vez que la pillaba (y últimamente la pillaba muy a menudo), Margarita se llevaba una buena regañina.
-¿Pero otra vez?–le decía su madre, llevándose las manos a la cintura-, ¿En serio? Te he dicho mil veces que en la cama no se bota. La cama está para dormir. ¡Para nada más!
-Sí, mami –le contestaba, agachando la cabeza-. No lo volveré a hacer.
Pero por más que lo intentaba, le era imposible resistirse. Sencillamente, dar brincos en la cama era su pasión. Además, con los años había logrado depurar su técnica hasta el punto en que parecía una auténtica profesional. Cada día saltaba más y más alto. De hecho, una vez se golpeó en la cabeza con el techo.
Aquella noche, los padres de Margarita cenaban en la planta de abajo (o eso creía ella) así que podía entrenar con toda tranquilidad. Era imposible que la pillaran infraganti ya que tenía la puerta de su dormitorio abierta. Si subían a su habitación, escucharía sus pasos encaminarse escaleras arriba y le daría tiempo más que de sobra para acostarse, taparse con las sábanas y fingir que dormía plácidamente.
-Doscientos noventa y siete –decía en voz alta, contando los saltos que llevaba-, doscientos noventa y ocho...
Margarita acababa de cumplir ocho años, tenía el pelo pelirrojo y la piel blanca como la porcelana. Su cara quedaba salpicada por diminutas pecas, lo que a ella le encantaba, pues parecía que acabara de darse un atracón a pepitas de chocolate.
-Doscientos noventa y nueve... y ¡trescientos!
Margarita, exhausta, se dejó caer en la cama. No sabía el tiempo que llevaba saltando, pero tenía las plantas de los pies condolidas y el colchón nuevo comenzaba ya a gemir con cada rebote, como pidiendo a gritos un descanso.
Margarita hundió la cabeza en los almohadones y pensó en sus amigas y en sus compañeros de clase. Hacía solo unos días que no los veía, pero ya los echaba de menos. El colegio había terminado y ante ella se presentaban ahora unas largas vacaciones de verano.
Sus padres tenían una casa en la sierra, así que pasarían el verano allí. Por una parte, a Margarita le gustaba el bosque, pues adoraba salir a cazar gusanos, saltamontes, grillos y, con un poco de suerte, alguna que otra lagartija. Pero por otra parte, veranear en la sierra era un poco aburrido. Allí estaba muy sola; no tenía a Irene, ni a Vanesa, ni tan siquiera a su amigo Jerónimo para que le contara chistes.
-Pero tengo mi colchón –pensó, feliz-. Tengo un colchón nuevo para saltar.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Margarita se incorporó y vio a sus padres. Los dos la miraban bajo el marco de la puerta, sin dejar de sonreír.
Margarita no los había escuchado llegar... ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Y, lo más importante, ¿la habrían visto saltar?
-¡Hola hija! –la saludó su padre-. ¿Qué te parece tu nuevo colchón? ¿Es cómodo?
-Sí –contestó, nerviosa.
-Lo saben –pensó, sintiendo cómo el corazón le daba un vuelco-. Me han vuelto a pillar...
Su padre se llamaba Alfonso, y era alto y delgado como un palo. La verdad, no se parecía en nada a Margarita, pues ella era rubicunda y, para su desdicha, la más baja de toda la clase. Además, su padre usaba unas gafas tan pequeñas y redondas que parecían de juguete, mientras que las suyas eran enormes como manzanas.
Margarita miró a sus padres, cada vez más nerviosa. Ninguno decía nada. Simplemente la contemplaban en silencio, como si nunca antes la hubieran visto.
-Ven con nosotros –le dijo su madre, rompiendo por fin aquel silencio-. Hay algo que queremos enseñarte.
Margarita, preparada para recibir en cualquier momento un rapapolvo de su madre, de su padre o de los dos a la vez, los siguió por las escaleras. Al llegar a la planta baja, se dirigieron al jardín de la casa donde, para su asombro, la aguardaba un misterioso hallazgo.
-¿Pero qué es eso? –preguntó Margarita, anonadada.
En el centro había algo enorme. No sabía lo que era porque estaba oculto por una lona blanca, pero estaba segura de que era una sorpresa. Tenía un lustroso lazo rojo atado en la parte alta y una etiqueta que ponía PARA MARGARITA pegada en un lateral.
-¿Por qué no lo abres?
Margarita no lo dudó y echó a correr. Aquella cosa, fuera lo que fuese, era más grande que toda su habitación. Tenía forma de nave espacial... Sin poder aguantarlo más, Margarita tiró de la tela con todas sus fuerzas.
Lo que encontró fue mucho mejor que una nave espacial, mejor que un castillo hinchable y, desde luego, muchísimo mejor que un oso de peluche gigante. ¡Era una cama elástica! Y no una cama elástica cualquiera, era una SALTATÚ-8000, uno de los mejores modelos del mercado: tenía un trampolín, una red de seguridad y unas plataformas que elevaban la base casi un metro del suelo. Saltar en una SALTATÚ-8000 era lo más parecido a saltar en una nube.
Margarita abrió la boca. Quería gritar de alegría, abrazar a sus padres, decirles lo mucho que los quería... pero no pudo. Se había quedado paralizada. Aquella cama elástica era el sueño de su vida. Todas las noches, antes de ir a dormir, pensaba en camas elásticas y todas las mañanas, nada más abrir los ojos, imágenes de camas elásticas acudían a su mente. Es más, cuando estaba en clase (y más concretamente en clase de matemáticas), pensaba con frecuencia en camas elásticas.
Margarita cerró los ojos. Supo que a partir de ese momento todo sería diferente. Podría saltar mejor (¡y más alto!) que en su cama de dormir. Además, ahora no tendría que preocuparse de que sus padres le regañaran... ¡Podría practicar todo el día si quisiera! ¡Podría aprender incluso volteretas nuevas!
Margarita corrió hacia sus padres, los abrazó y, sin perder ni un segundo, se quitó las zapatillas. Rauda como el viento, se dirigió a su SALTATÚ-8000 y subió las escaleras que conducían a la plataforma elástica sin dejar de sonreír...
FINAL DEL FRAGMENTO